Crónica ganadora del 3er lugar en el concurso "Escritor por una noche" de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil
Planta de coca.
           Cuando pedí a mis alumnos que indicaran en el mapa la ubicación geográfica del pueblo Chical, ninguno supo responder. Supongo que la dificultad de la pregunta comenzaba desde un nombre, que nunca habían escuchado. Planetas de otras dimensiones, como Chical, no aparecen en nuestro pénsum educativo, como tampoco en muchos de los mapas del Ecuador que acostumbramos ver. Y aunque no está bien, nadie lo discutirá, ni intentará cambiarlo. Tampoco este texto.
 
           Estas son las reglas del juego en el que me encontré al tener unos días de vacaciones del colegio, donde dar clases de Historia del Ecuador a jóvenes de 3ro de bachillerato representa todo un desafío y ha generado en mí, preguntas acerca de este país, tan mío y a veces tan ajeno. Mi padre, siempre preocupado porque sus hijos conozcan el suelo que pisan y la bandera que juraron, me sugirió realizar un viaje en carro hasta el norte y poder, de esta manera, palpar ese concepto de Realidad Nacional tan distinto para cada uno.
 
           Y así partimos rumbo a la frontera, no sin antes hacer una parada obligatoria en Esmeraldas,  probar el Tapao y ver la estatua de un “Mártir de la revolución liberal”. Me pregunto si para los guayaquileños los apellidos Vargas Torres nos transmitirán algún sentimiento de orgullo, patriotismo y ecuatorianidad o quizás parezca tan lejano como para Esmeraldas suena la palabra Olmedo. Respecto a mis propias nociones históricas me gusta pensar que Vargas Torres murió por una revolución real en la que entregó valiente, como buen esmeraldeño, su vida, sin quejarse de ninguna rodilla golpeada y sin operar la historia para ganarse algo a cambio.
 
           Esmeraldas no estaba completo sin una cerveza y el atardecer en Atacames, una de las muchas playas esmeraldeñas con fuerte presencia quiteña. La caída de sol, al mismo tiempo que gritaba frases publicitarias como “Ecuador ama la vida” dejaba sin sombra el problema que Esmeraldas  enfrenta contra el sicariato. Entonces ya anochecía y se levantaba el miedo de que al ecuatoriano (o verdaderamente a quien sea) se le deje de amar la vida.
 
           Al siguiente día dejábamos Esmeraldas capital y me preguntaba si ¿podíamos dejar de hablar de las playas, la mitad del mundo y las Galápagos? Recordé mi viaje a Zamora años atrás, la rana apanada, el laberinto de las mil caras y otros sabores y lugares ecuatorianos poco degustados. Sabía que al concluir este periplo tendría nuevos escenarios en mi mapa mental, igual de asombrosos como representó Zamora, pero todavía me faltarían por explorar muchas otras imágenes y rostros de nuestro país que por algún despiste de la imprenta no aparecen en las guías turísticas.
 
            Seguimos ascendiendo y llegamos a San Lorenzo, y aquí es cuando me veo obligado a aclarar que no me refiero al equipo del Bajo Flores en Argentina ni a los 20 edificios de Salinas. Así que sumamos otro nombre a esa lista de lugares que quedan en cualquier otra parte del mundo y su importancia, para miles de ecuatorianos, pasa inadvertida.
 
            Las motos y los parlantes de las esquinas creaban un ambiente surrealista. Mucha gente en las calles -parecía carnaval- un lunes a las 12 del día. En el restaurante “El Ballet Azul” comimos un cebiche de concha (recomendado) y oímos las noticias de un canal en donde la crónica roja ocurría en Cali. El cuadro era inverosímil. Un equipo de fútbol guayaquileño le daba nombre a un restaurante donde transmitía las noticias colombianas mientras gran parte de su población , afro ecuatoriana, ve al país vecino entre ceja y ceja, a un río de distancia.
 
            Abro un paréntesis en la línea cronológica del viaje; “la manejada” nos tenía cansados y un martes de descanso en Ibarra comiendo carnes coloradas era lo que necesitábamos para abordar de la mejor manera lo que vendría. 5 am de un miércoles salimos para Carchi, destino Colombia. Fue un largo camino de ascenso por las faldas del volcán Chiles mientras el olor a azufre picaba en la nariz. El amanecer nos revelaba un ejercito de frailejones (planta que representa casi toda la flora del sector) que con su tronco grueso se protegía del frío y con sus hojas, que a pesar de estar muertas no caen, apuntaban al sol, siempre en guardia. “Estas plantas también sentían el síndrome de frontera” pensé.
 
            Luego de casi tres horas de viaje llegamos al destino. Un pueblo pequeño llamado Chical. Inmediatamente comencé a realizar el juego que hago cada vez que escucho una palabra nueva. “Chacal”, “Chicle”, “Chik”, “Chica al”, “Nuevo producto anti inflamatorio Chi-Cal”. En ese momento no sabía que significaba “Montaña Sagrada” en el ancestral idioma que nos dio a los ñaños y el canguil.
 
            La cámara de fotos durante el viaje no había visto la luz, guardada en su estuche estaba esperando este momento. Al llegar para buscar un sitio donde desayunar me vi absorbido por un silencio que solo las fotos podían captar. Y es que era todo muy tranquilo, todo muy limpio. La gente amable, que al verme la cara y saber que no era de allí, igual saludaban. Esa es su gente, gente que trabaja, que busca una solución sin importarle tener el peso de lo que Carlos Fuentes describió como cicatriz, al referirse a las fronteras; Gente que flamea una bandera de esfuerzo a pesar de vivir a solo 5 kilómetros de un sembrado de coca del lado colombiano.
 
            Ubicado bien arriba, este sembrado corona la montaña y la vuelve también sagrada, con cantidad enorme de adictos por todas partes del globo terráqueo, fieles de nacionalidades que para la gente de Chical no existen en su gramática. La montaña descansa, esperando la cosecha, repleta de mitos a su alrededor, intocable como un olimpo griego. Tesoro pirata con abundantes sinónimos; “Bomba atómica” la llamó Carlos Lehder, pero a esta definición se suman la de guerrilla, planta medicinal, desaparecidos, barriga de Pablo Escobar, narices blancas, sniff…etc.
 
            No está sola. Mirando de frente está otra montaña, esta vez ecuatoriana, en donde el Destacamento Militar Chical se asienta también con un silencio desafiante. Desconozco la cara de los militares que duermen allí, pero seguramente no tienen los ojos cerrados. En medio sigue Chical, sobreviviendo en paz. Ojo de huracán.
 
           Era un 29 de febrero, la Cruz Roja había organizado una campaña a nivel nacional para promover la donación de sangre. Comíamos una chuleta con patacones y arroz en el único restaurante abierto a las nueve de la mañana. Corrijo, el único restaurante del pueblo. La pantalla plana nos mostraba un reportero en Quito sacándose sangre y haciendo la nota para la Cruz Roja. Invitaba a la gente a participar por la causa. ¿Se acepta sangre colombiana? Me hubiera gustado preguntarle al reportero. La señora que atendía nos sirvió el café. ¿Qué escudo tiene su sangre? Tampoco le pregunté.
 
           Luego del desayuno bajamos un camino pedregoso y nos encontramos con un puente rectangular, muy largo. Lo estaba cruzando un joven con su caballo. “Para allá queda Colombia” nos dijo un pueblerino. Mientras trataba de sacar la mayor cantidad de fotografías posibles, maravillado por la mística del ambiente vi cómo un chiquillo junto a su hermana subían la cuesta al salir del puente entrando en Ecuador. Cargaban las hojas que acababan de machetear en la orilla del rio, las usaban para taparse del sol mientras caminaban. Les tomé una foto y luego, se las enseñé. Divertidos me contaron que las plantas que tenían eran para darle de comer a los cuyes. No pasaban de los 10 años y ya llevaban machete en mano.
 
            Luego del puente visitamos una institución que jamás imaginé pisar. “Un profesor de Guayaquil ha venido a visitarnos” dijo el Rector de la escuela Gabriel García Moreno. “Buenos días” fue la respuesta en coro que obtuve de unos niños sonrientes y educados. Con sus uniformes limpios aceptaron darme una sonrisa y así poder tomarles una foto, en unas aulas de igual pulcritud, “Para enseñarle a mis alumnos” les dije.
 
            “Los medios muchas veces exageran la realidad, aquí se vive tranquilo” fueron las palabras del Rector de la escuela fundada en 1940 y que hoy cuenta con alrededor de 100 alumnos, 7 maestros, cancha encementada de fútbol, un nuevo pabellón en construcción y un cuadro del Santo del Patíbulo en cada salón, recordando la importancia del estudio hasta en los lugares más recogidos del país.  El rector terminó recomendándome visitar los balnearios naturales “Por aquí se va recto…” Quedarán en deuda para la próxima visita. El timbre del tiempo sonó para decirnos que la clase se había acabado. Era hora de volver.
 
            Al regreso nos detuvimos en Tufiño, de nuevo el juego de palabras invadió mi mente, “Tufo”, “Niño”, “Tufo de niño” “El delantero brasileño Tufiño anotó el gol para la victoria de su equipo”. Y las ganas de jugar aumentaron cuando vi un puente mucho más pequeño que el anterior en Chical. El largo y ancho eran de las medidas de un Chevi-Taxi, y por qué no jugar al clásico “Mar y tierra” pero remplazarlo por “Colombia-Ecuador” y empezar a saltar entre país y país. Para mí un juego infantil y ridículo, para muchos ese salto representa el “Gracias por los alimentos” a la hora de la cena.
 
            “La mano de obra colombiana es más barata” decía el guardia de una chifa en Tulcán. Y es así. El patio del vecino no deja de ser más verde para los dos, pese a recibir agua del mismo río y escupitajos de la misma lluvia. Existen ecuatorianos que día a día dependen de la existencia de estos pasos para poder sustentar su economía familiar.
 
            Papas, tanques de gas y ladrillos, éstos son los productos que nuestros compatriotas llevan cuando hacen el salto al otro lado del río; siempre existe un Colombiano que le saca uso a éstos elementos. Sea cual sea su utilidad, a estos pobladores  no les importa si lo utilizarán como arma mortal para calentar con sangre los hornos de sus enemigos. No hay tiempo para pensar en estas cosas. De algo hay que comer.
 
            Este ping-pong fronterizo no tiene control sobre quién entra o quién sale. Y antes de que alguien se empiece a retorcer desde la comodidad de su casa sobre “la importancia de crear los puestos oficiales para la respectiva tarea que proteja nuestro país del paso ilegal…” me quedo dormido. Hay dimensiones donde estos papeleos no necesitan existir. Después de todo, los que no queremos que entren al país siempre buscarán otra manera, si es que ya no están dentro.
 
            Satisfecho y seguro de haber ubicado Chical en el mapa de algún lector que hasta ahora desconocía del tema, a la vez ignoro si algún alumno mío,  a quienes está dirigida esta crónica, encontrará este texto porque posee una sed de conocimiento por la realidad en la que vive su país o al menos porque buscando el artículo sobre algún escándalo de Barcelona, se encontró con mi nombre y decidió leerme antes de que les comente sobre esta publicación en clase. Después de todo, solo vemos lo que nos importa.
 
            Reflexiono. Siendo mi primera crónica, puedo decir que estuve lo suficientemente seguro de que escribí muchas cosas que a nadie le interesan, y recuerdo que este tema a mí tampoco me llamaba la atención. Pienso en las promociones que se graduarán el próximo año, valientes y peinadas, repletas de discursos y frases de entusiasmo de parte de sus mayores, listos a “devorar el mundo”. Pregunto cuántos Chical o Tufiño existen todavía con historias más desconocidas y cuántos de estos chicos algún día lograrán ponerlas en el pastel a devorar, lo cual implica atreverse a conocer algo más que las fechas patrias.
 
            Luego de visitar estos pueblos, tocó regresar a Ibarra, descansar la espalda y ordenar todo lo visto era una obligación. Así como también lo es hoy, evitar que esa lista con palabras nuevas, olores extraños y sabores exóticos, no quede sepultada en esta crónica. Que el Tapao no se esconda, ni el puente que me conecta con estos lugares se derrumbe. Como dije al principio, son las reglas del juego y aquí es cuando invito al lector a que participe. Que se llene de esos lugares que nunca nos hablaron en los colegios ni figuran en las señales de información por la carretera; que pregunte direcciones a los empleados de las gasolineras y que aproveche para “tanquear”. Tendrán que manejar bastante, estos lugares no nos quedan tan cerca y eso los vuelve más valiosos.
La Virgen en tufiño, detras de ella y a solo unos metros saca la lengua Ecuador
Saltando Puentes
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