Gonzalo Bagnasco's profile

Columna "Vamo' Arriba" - El Diario (La Paz, Bolivia)

Capítulo I – Cojudos.

Amigos bolivianos, esto no es una columna. Es una catarsis.
Desde ya, quiero advertirles que es muy probable que en cada emisión de este boletín escrito no conozcan el significado de algunos de los términos que utilizaré. No crean que es un descuido o que el editor de este periódico es irresponsable o argentino (jamás trabajaría con un porteño). Esta es mi venganza. Inocua, infantil y poco efectiva, sí; pero venganza al fin.


Como habrán notado, no nací en estas latitudes. Fui parido (y probablemente también engendrado) en la intersección del meridiano 56 Oeste y el paralelo 34 Sur.
Tengo 29 años, una clavícula fisurada, 3 carreras abandonadas por la mitad, una novia que no se ha dado cuenta que cojo mal y un gato al que le decimos “vení” y viene.
Viví en un país muy parecido al mío y en otro muy parecido al suyo.


Hace 3 meses aterricé en el Aeropuerto Internacional El Alto. La taquicardia me duró 2 días; el ahogo, hasta ahora. Ok. Gajes del oficio, reglas del juego, pelusa del durazno. Lo acepto.

Vine a La Paz a trabajar. En qué, no interesa. Digamos que es un trabajo de oficina, en el cual no me exigen usar camisa y corbata. Punto para ustedes.

A aquellos amigos que nacieron en la misma zona geográfica que yo, les cuento a diario las virtudes de su país. Hablo de seguridad, de bonhomía, de paisajes, inocencia y cordialidad.
Con ustedes no lo voy a hacer. Primero, porque sería mucho más aburrido. Y segundo, porque no quiero correr el riesgo de elevarles la autoestima y que se crean que pueden salir a ganar puntos de visitante en las eliminatorias.

Vayamos al punto.
¿Han oído hablar del bullying dialéctico? Yo tampoco. Pero estoy seguro que si un emisario de Human Rights Watch fuese testigo de lo que vivo a diario, daría cuerpo a este neologismo y lo transformaría en una de esas noticias que las tías neófitas gustan compartir a través de sus redes sociales.

Todos los días, entre 5 y 15 veces, dependiendo con quién esté, escucho un vocablo que nadie ha sabido explicarme en qué situaciones se debe usar.
Pregunté, indagué, googleé e intenté desentrañar por contexto en qué circunstancias es conveniente y correcto aplicarlo, pero no hay chance. No lo entiendo.


Cuando me lo dicen a mí, no sé si me están halagando, insultando o humillando.
Cuando lo verbalizo yo, termino ignorado, golpeado, salivado o suspendido en el trabajo.


¿Qué carajo quiere decir “cojudo”?
Según la Real Academia Española, es un animal que no está castrado. Pero yo tengo la voz lo bastante gruesa como para que nadie piense que soy un eunuco, y tenga que reafirmar constantemente mi condición de individuo testiculado, con una palabra.

Señor taxista, ¿cuánto me cobra por ir hasta la Plaza Abaroa, cojudo? Piña en la nariz.
Buenos días, Beatriz. ¡Qué cojuda se vino hoy! Cachetazo de revés.
¿En qué punto me gusta la carne? Cojuda. Bien cojuda. Comida con un sospechoso sabor a secreciones humanas varias.



Hace 2 meses que intento aprender qué significa cojudo y nadie sabe o quiere explicármelo.
Esto no es una queja, es la desesperada súplica de un extranjero que necesita adaptarse a su nuevo entorno y no encuentra un Caronte que lo guíe a través de las bravas aguas del léxico paceño.
Si en sus corazones queda un resto de bondad, les pido por favor que me ayuden, escribiendo a quesignificacojudo@gmail.com y enseñándome, de una vez por todas, cuándo y cómo utilizar esa fatídica concatenación de fonemas.

Muchas gracias.



Capítulo II – Picantes.

Debo comenzar mi descargo de esta semana agradeciendo a aquellos seres bondadosos que, conmovidos por la desdicha que atraviesa quien les escribe, se tomaron el tiempo de enviar un mail para explicar el significado y las diferentes acepciones de la palabra “cojudo”.
A aquellos que, por el contrario, escribieron para insultar, dudar de mi sexualidad y/o sugerir que me vuelva a mi país o me enfrente a las funestas consecuencias, muchas gracias también.
Mi intestino y mi colon agradecerían que hiciera caso a esta última recomendación. Paso a explicarles.

Vengo de una tierra en la que los individuos con más testosterona son aquellos que se atreven a ponerle pimienta a la pizza. Son los machos alfa, los mariscales de campo, los Aquiles. Aquellos por los que las mujeres mueren, y el resto de los mortales admiran.
De más está decir, que yo no pertenezco a esa elite.

En mi país nadie come picantes. La Salsa Tabasco es un cuco con el que asustamos a los niños que no se quieren dormir y los chiles jalapeños son tan ilegales como el plutonio enriquecido. Por lo cual, mi organismo no está diseñado para recibir alimentos que ocupen un lugar de privilegio en la Escala Scoville.

Hace exactamente 98 días que vivo – y por consiguiente como -  en Bolivia, de los cuales más de 70 he ido al baño de manera poco decorosa y nada recomendable por los gastroenterólogos.

Almorzar con mis compañeros de trabajo y verlos verter la llajua en su alimento, o masticar con placer un locoto - como si de una barrita de cereal se tratase - genera envidia, admiración e inevitablemente un poquito de vergüenza en su humilde servidor.

“¿Ya probaste la ulupica?”
– me preguntó, no hace mucho, un compañero que hasta ese momento consideraba amigo.
Confiado y sin sospechar siquiera un ápice, roté mi cabeza hacia los costados, como un ventilador de pie de corto alcance, y me dispuse a disfrutar del manjar que mi interlocutor recomendaba.

Leí alguna vez, que nunca lloramos por lo que creemos que estamos llorando. Y que, por el contrario, utilizamos las lágrimas presentes para aliviar angustias no resueltas en el pasado.
¡Mentiras! ¡Patrañas! ¡Falacias! Yo estaba llorando por la maldita ulupica que acababa de tragar.

Todo mi sistema respiratorio, mis glándulas lagrimales y mi conducto digestivo estaban irritados como el perineo de un maratonista al llegar a la meta.

El agua, el hielo, las 4 rodajas de pan; ni siquiera la pomada antihemorroidal que el médico acabó recetándome, pudieron aliviar mi agonía.

Afortunadamente el inodoro de la redacción de El Diario es cómodo y el internet llega justito hasta la puerta del baño.
Con los pantalones en los tobillos, el brazo estirado para agarrar señal y la dignidad extinta, me despido por esta semana y les deseo a todos una muy buena digestión.


Capítulo III – Gulliver.

“¡Bagnasco! ¡Le voy a tener que decir a tu padre que no te venga a ver más si te seguís cagando así!” gritó, dejando los pulmones en la cancha, el último director técnico de básquetbol que tuvo aquel niño de 8 años que alguna vez supe ser.

Es cierto, era el primer partido que mi progenitor presenciaba y mi promedio de tiro de tres puntos había mermado considerablemente.
0 de 7 intentos en el primer cuarto no dejaría contento a ningún entrenador, pero su pedagógica y vehemente técnica de motivación no hizo más que precipitar mi inminente retiro de las canchas.

Todo este preámbulo persigue el único objetivo de demostrar que, si quien suscribe era un asiduo tirador desde los 6,75 metros, nunca fue un gigante, una torre o un freak como el de “El Gran Pez”.
El ayuda base, generalmente, es un individuo cuya altura apenas sobrepasa la media de la población. Ventaja que solo sirve para sacar una entrada un poquito más barata y poder ver a Mick Jagger serpenteando en el escenario, sin necesidad de estar esquivando cabezas y nucas con mayor poder adquisitivo al de uno.

Mis ciento ochenta y ocho centímetros nunca me convirtieron en el tipo más alto de la clase, de la oficina, de la fila del banco o del boliche… hasta que llegué a Bolivia.

Me siento un intruso en Lilliput y no hay Jonathan Swift que pueda escribirle un final feliz a esta historia.

Viajar en minibús se ha convertido en una de las experiencias más tortuosas que he experimentado (y eso que dos por tres, con mi compañera, le damos duro y parejo al sadomasoquismo).
Las rodillas a la altura de las orejas, la espalda levemente encorvada, el cuello a 90 grados para no tocar el techo y los brazos cruzados delante de mi caja torácica para evitar el contacto involuntario con los muslos o glúteos del desafortunado individuo al que le toque en desgracia el lugar contiguo; construyen una imagen triste, desamparadora y - por la posición cuasi momificada que debo adoptar – hasta arqueológica.

Descender del vehículo para permitir a otro pasajero que se encuentra en los asientos traseros ponerle fin a su periplo, es como desatar un nudo marinero de carne, hueso y colesterol elevado, para volver a enredarlo segundos después.

Intenté, sin éxito alguno, ofrecerle al chofer pagar el precio de 3 boletos y viajar sentado de manera perpendicular al avance del coche. Se negó rotundamente y al grito de “¡Achumani… Calacoto… Bájese, extranjero de mierda… Cota Cota!” me dejó tirado en la ruta.



Si hay que buscar algo positivo en estas forzadas e involuntarias sesiones de contorsionismo, es que gracias a los calambres experimentados descubrí algunos músculos cuya existencia ignoraba.


Para no seguir sufriendo estos embates diarios de incomodidad y principio de escoliosis, hablé con el Consejo Directivo de El Diario, confiado en que me ofrecerían una limusina con chofer, un auto 0Km a mi nombre (de color oscuro, porque los claritos se ensucian enseguida) o por lo menos un voucher para viajar gratis en taxi. Carcajadas, insinuaciones de una supuesta falta de sanidad psicológica y una patada en el culo que me sacó de la oficina, fue lo único que recibí.

Por eso es que recurro a ustedes, estimados lectores, para ejercer en masa una presión que se haga insostenible.
Manifestémonos en las redes sociales del periódico con el hashtag #UnaBicicletaParaBagnasco, hasta que el corazón de los dueños del matutino se ablande y provean a este humilde servidor de un económico pero extremadamente útil birrodado.

Pedaleemos hasta la victoria, compañeros.
¡Altos del mundo, uníos!

Capítulo IV - El gordo Sergio

El gordo Sergio tiene una Toyota Land Cruiser del 94. En realidad tiene 3 camionetas, pero él maneja “la más viejita”. Las otras, las conducen dos de sus hijos, ambos con nombres que empiezan con E.

El gordo Sergio mide poco más de un metro sesenta, pesa mucho más que 90 kilos y hace varios días que no se baña.
El gordo Sergio usa remera Adidas, gorrita Nike y pantalón Levi’s, todo en tono de grises. El gordo no se casa con ninguna marca, pero se casó con dos mujeres en paralelo, una en su lugar de residencia y otra en el pueblo que visita a menudo por trabajo.
El gordo Sergio dice que los tatuajes “van en contra de las leyes del señor” pero tiene algunas palabras grabadas con tinta china en su mano. Parecen hechas en la cárcel. Él asegura que las obtuvo en el ejército.

El gordo Sergio te pasa a buscar a las 13:30 cuando tendría que haberlo hecho a las 10:00. El gordo pide cambio para coimear a un policía y poder entrar al Salar de Uyuni en un vehículo viejo, destartalado y sin autorización.
El gordo Sergio dice que hace 18 años que atraviesa el salar a diario, pero cuando empieza a anochecer se pierde, se desespera, se baja de la camioneta tres veces, mira en lontananza y te pide que lo ayudes a buscar “dos puntos negros en el horizonte”.
El gordo Sergio, después de varios intentos fallidos ve tierra; y entre un pueblo con luz eléctrica, agua caliente y una posada previamente reservada, y otra localidad de 40 habitantes sin luz ni agua, elige la segunda. Que su amante viva en esa zona es pura casualidad.

El gordo Sergio no te acepta una copa de vino en la cena, pero le dice que sí a todos los otros tragos que la noche le presenta. El gordo, con el histrionismo de un Dustin Hoffman altiplánico, hace la mímica de acostarse a dormir pero no pega un ojo en toda la noche.  
Al gordo Sergio, el sol de las 8 de la mañana lo hace reaccionar y volver tambaleándose del bar al hostal.

El gordo Sergio dice que habla 3 idiomas, pero el dialecto que intenta verbalizar mientras sus clientes desayunan, no es castellano, aymara ni quechua.
El dueño del hostal sin luz ni agua caliente, lo conoce al gordo Sergio desde hace años y ofrece sus servicios de traductor, ad honorem.

El gordo Sergio alega condiciones climáticas adversas para realizar el resto del tour y recomienda quedarse en el pueblo a pasar el día. El hígado del gordo Sergio tiene aguante, no lo voy a negar.
El gordo se enoja ante la protesta de los turistas que no consideran rentable haber pagado 500 Bolivianos cada uno, para visitar únicamente un bar en la localidad de Tahua y escuchar las inverosímiles anécdotas de su beodo lazarillo.

El gordo Sergio insulta al aire, deslizando el nombre de su jefa, porque a él solamente le dan 200 Bolivianos por pasajero. El gordo comete el error de llamar por teléfono a su superior que, alertada por el carreteo de la lengua de Sergio, lo indaga para saber si el obeso conductor consumió alcohol la noche anterior.
El gordo Sergio se olvida que él es el único que tiene celular con señal en el medio del salar y tapando el micrófono de su Motorola Startac pregunta: “¿Quién le dijo a Doña Fátima que yo estoy tomado?”.

El gordo Sergio se ve acorralado y entre vociferaciones xenófobas y amenazas atemorizantes, se sube a su Toyota y emprende el viaje de regreso dejando a los 7 turistas a la deriva, solos, en un poblado aislado en medio de la extensión de sal más grande del mundo. 
El gordo Sergio una hora después de haberse ido, es alcanzado por algunos colegas suyos que alertados acerca de la situación, lo siguen, lo encuentran y utilizan una dialéctica coercitiva y sindical, que acaba por convencer al gordo de volver a Tahua.

El gordo Sergio, a regañadientes y sin emitir palabra (pero emitiendo periódicas regurgitaciones) lleva a los clientes de vuelta al pueblo de Uyuni, que a esas alturas ya se parece bastante a la Panacea.
El gordo Sergio desaparece al instante y es imitado por Doña Fátima, que al ver que los turistas se dirigen a su agencia de turismo (Wara Altiplano) a reclamar, se viste de David Copperfield y se esfuma, dejando a su hija de 10 años a cargo del local.

El gordo Sergio es oriundo de una ciudad en la cual el jefe de policía se excusa, diciendo que conoce a Fátima pero no puede ir a buscarla porque “es martes de ch’alla” y la gente lo va a insultar, faltarle el respeto o agredirlo físicamente.


El gordo Sergio duerme, reflexiona y al otro día, pide perdón.
Por eso el gordo Sergio, en realidad, no se llama Sergio.
Columna "Vamo' Arriba" - El Diario (La Paz, Bolivia)
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