Frieda sentía el gusto metálico de los clavos entre sus labios mientras reforzaba los tablones del techo. “uno, dos, uno, dos” repetía en su mente mientras golpeaba con el martillo, apoyada sobre su rodilla. Con cada golpe, cada movimiento del hombro, el símbolo que colgaba de su cuello se balanceaba: un pequeño disco de madera con dos olas rompiendo en dirección opuesta, un mal presagio.
Llevaba en esta pequeña aldea pesquera ya casi un mes, y no había señales de que fuera a marcharse pronto. Esa mañana, como todas, se había arrancado un pelo rubio de la cabeza para sostenerlo entre sus dedos, esperando que alguna brisa le indicara hacia donde partir, pero el viento parecía frenar a su alrededor. Aceptando la providencia, preparó sus herramientas y continuó con sus pequeñas ayudas humanitarias: reforzar un techo, asegurar un vallado, colaborar con la construcción de un silo. Era lo mínimo que podía hacer, aunque la culpa la frustraba mucho; este pueblo estaba condenado.
¿Cómo era posible que no corriera viento, si olía el salitre en el aire? Veía la ropa tendida ondeando levemente, sentía el frío cortándole los cachetes, pero ese pelo singular se oponía a todo. Se preguntaba si, cuando un huracán arrancara la casa de sus cimientos, el pelo quedaría inerte, un punto fijo en el espacio. Su mente abandonó el dilema capilar para dar paso al dolor de un martillazo contra el dedo gordo, con más fuerza de la requerida. En el instinto de llevarse el pulgar a la boca perdió el equilibrio y cayó del techo, la nieve acumulada suavizando la caída.
El sabor a cobre de la sangre en la boca, el frío envolvente de la nieve, y ese inmenso azul; deseaba quedarse ahí y que la próxima nevada la enterrara para siempre, limpia de responsabilidades.
“Nena, ¿te encontrás bien?” dijo Olga, la viejita dueña de la casa, su silueta recortada contra el cielo, “dale arriba, que descansar es para los muertos”.
Frieda se incorporó rápidamente, sacudiéndose la nieve de encima al tiempo que escondía la mano detrás de la espalda. “Disculpe señora, no la quería preocupar. Me debo haber patinado, pero nada grave.” Hablaba con una sonrisa, pero podía sentir cómo latía el dedo de dolor: debía tener, mínimo, la uña en muy mal estado.
“Ay querida, te vi llevarte el pulgar a la boca como un bebé. ¿Por qué no vamos adentro y comemos algo? Te podés curar un poco ese dedo y darte un descanso, que lo tenés bien merecido.”
Frieda comprendió que la pregunta era en realidad una orden, aunque con un tono maternal, nacido de la preocupación y no del enojo. “Supongo que tiene razón. Después de usted.”

Entre té y platos de guiso (pues no se había percatado del hambre que tenía) conversaba con Olga de distintos temas. La anciana había vivido allí desde niña, y era muy amable –le había ofrecido el cuarto de su hija, que se había ido hace muchos años, sin cobrarle ni nada. Inclusive se ocupaba de alimentarla.
Y mientras saboreaba el caldo de pescado se cuestionaba el orden de las cosas. ¿Acaso su presencia en este lugar indicaba que se avecinaba una terrible tormenta, o por el contrario la tormenta la seguía, una suerte de pararrayos designado por otro más allá de su alcance? Hacia los demás se presentaba como un rayo de luz y esperanza, pero la vorágine de dudas la carcomía por dentro. ¿Si no respondía a estas señales que había aprendido a interpretar, se podría desviar la pesada nube que se acercaba mar adentro? O tal vez estas personas a las que ya casi consideraba vecinos serían arrastradas sin resistencia, y quienes sobrevivieran tendrían que luchar por comida y refugio.
En este huracán se encontraba cuando Olga le agarró la mano, con lágrimas en los ojos. “Perdón nena, es que te pareces mucho a mi hija la última vez que la vi. Se me casó joven con un mercader y se fueron juntos, ella también era así, buenita. Igual por la edad que tenés estás hasta más cerca de ser mi nieta.”
Frieda no hizo más que sonreírle lo mejor que pudo –tenía las paletas separadas, lo que le daba un aire campestre­. “Olga es muy dulce lo que me dice, no se preocupe. Estoy segura de que su hija es tan educada y caritativa como usted.” Se levantó de la silla y se acercó a la anciana, sobre la que se imponía por casi dos cabezas, y la abrazó. Se sentía tan frágil entre sus brazos, tan pequeña, y lo único que deseaba era protegerla a ella y a tantos otros con historias y corazones similares.
¿Acaso tenía que renunciar a esto, a los calores del corazón humano, y adentrarse en los valles frígidos, convertirse en una ermitaña?
Rompió el abrazo con tanta gentileza como le fue posible. “Bueno, creo que es hora de que vuelva a trabajar” dijo, dándole un beso en la cabeza antes de salir por la puerta.

Caminó por un par de horas siguiendo la línea costera, mirada fija en las olas que rompían contra las piedras tan abajo –caerse sería una muerte segura. Eventualmente llegó a una saliente desde la cual se podía ver la aldea, tan diminuta en la distancia que no parecía más que granito de polvo. Un granito repleto de vida, de amor, de historias, pero que como el polvo sería arrasado por la más ligera brisa. ¡Y como contrastaba con el mar! Esa gran olla por momentos serena y maternal, por momentos caótica y sedienta de sangre. Siempre se entendió de una forma muy extraña con el mar, por esa razón se había metido en el clero, pero en este momento –en este lugar, donde fuerzas que solo ella sabía percibir parecían confluir en un punto– su fe estaba flaqueando. Acariciaba el colgante con la mirada puesta en el horizonte, todavía despejado, y la mente en blanco.
Sintió el deseo de hablar, pero lo que pensó que sería una plegaria tomó otra forma. “oh Madre Negra de las profundidades del mar, que te llevaste a mi padre en una tormenta. Que me hiciste atestiguar sola dolor y sufrimiento en cada lugar al que me guiaste, mis manos atadas ante tu fuerza implacable”. La voz íntima y privada de un rezo tomando la forma de un bramante frente tormentoso. “Solo me enseñaste que no somos nada más que granitos de polvo ante vos, y aun así me pedís que me pare a tu lado y haga tu voluntad. Renuncio a tu lengua áspera y tus manos de ahogado, elijo tomar las riendas de mi destino.”
Frieda dio un fuerte tirón al colgante, a la fe en la que basó su vida, y lo lanzó hacia las profundidades. Lo observó girar por el aire, como si el tiempo se ralentizara a su alrededor, hasta que se estrelló contra las piedras, segundos antes de que una ola lo arrastrara mar adentro; creyó ver, por un instante, varias manos delgadas y grises coronando la espuma, apuradas por recuperar las piezas. Sintiéndose liberada levantó la vista y vio el horizonte.
Un frente tormentoso, negro y relampagueante. La madre de todas las tormentas.
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