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Era una noche fría, de invierno o primavera no importaba, era una de esas noches en las que el tiempo y el espacio no importaba. Podía ni siquiera ser noche y daría lo mismo. Era un momento, solo un momento en el que de repente el todo se redujo a una fracción de segundos en los que el coche de Nerea derrapó contra el tronco de un árbol. Un árbol que no conseguía recordar cuanto tiempo llevaba alli, en un macabro intento por convencerme de que nada de lo que había sucedido poseía la más mínima explicación o razón de ser. 
Intentaba convencerme aún de que lo único que quedaba en el mundo tangible sobre Nerea era su cuerpo casi inerte y ensangrentado que sacaron a las cinco menos cuarto de la mañana de aquel coche casi en llamas. ​​​​​​​
Nerea que era tan viva, tan ella. De repente, no era más que los restos de su cuerpo material, sin nada más para decir, sin nada más por lo que reir ni estar. Nerea ya no era más Nera, ni lo volvería a ser jamás.
Esa noche comprendí que Nerea no era más que una imagen que yo mismo me había inventado en la cabeza sobre lo que creía que una chica como ella hacía y pensaba. Me di cuenta de que Nerea era más humana de lo que le gustaba admitir y más frágil de lo que mostraba al mundo.
Comprendí que Nerea no era ni la mitad de segura de lo que parecía ni la mitad de libre de lo que creía. Nerea era calculadora y fría disfrazada detrás de una fachcada de impulsividad y acciones que parecían no haber sido premeditadas con cautela ni atención. Pero todo lo que era no era más que una simple prueba al mundo y a las personas que conocía de que no estaba rota. ​​​​​​​
Historia corta de Antonella Dellelce
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