Perita
—Pues ahí tienes a Perita. ¿Te acuerdas de Perita?
—Sí me acuerdo de Perita. ¿Cómo no me voy a acordar de Esperancita? Una tortuga viejita de cachetes colorados como nosotras, más o menos de la edad que tú y yo venimos teniendo hoy. Me acuerdo que se la pasaba tejiéndole suéteres a las nutrias de la laguna por quién sabe cuál razón, pues nunca se supo que estuvieran emparentadas su familia y la de esas nutrias de forma particular, y tampoco es que las nutrias aquellas necesitaran suéteres tejidos para andar por ahí haciendo sus cosas de nutrias... ¡Se veían re monas eso sí, todas enredadas de hilachos percudidos flotando panza arriba todo el día! Bueno, la cosa es que sí me acuerdo de la pobre de Esperanza.
—¡Esa mera! Pues, entonces te acordarás también de que vivía junto a tu abuelita Concha allá por lo bajo del río. ¡Ay, Perita! ¡Pobrecita de Esperanza! Cuando tuvimos que salir corriendo porque se nos vino encima la cosa humana a matarnos a todos con su lumbre y truenos, hambre y rugidos, ella por más que le hizo así y así, nomás no pudo correr por la tamaña piedra que traía amarrada a una pata desde hacía ya tanto tiempo. Y mira, por más que le jaló y le meneó al mugriento nudo del mecate que la ataba a la roca esa, cuando el fin del mundo nos alcanzó ella no pudo desamarrarse del lastre de su perdición y ahí quedó Perita. ¡Bueno! Hasta donde pudimos conocer.
PERITA
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