Personalmente, siempre he creído en que el amor es un sentimiento con demasiados matices emocionales por vivir. Es como una droga a la que te vuelves adicto desde la primera vez que lo pruebas; que altera la órbita, que le da un propósito diario a sentir cada día y hace que la noción del mañana se diluya. Pareciera que constantemente estás volando en vez de tan solo caminar... Y aunque no venga con ninguna garantía, ni devolución incluida, si te rompes el corazón al caer, es inevitable correr el riesgo esperando que tras el golpe con la realidad, nos espere un beso más o con suerte, un amante mejor. 

Al crecer bajo la sombra de un divorcio, solía pensar que el romance solo existía en los cuentos; y tras marchitarme luego de algunos amores no correspondidos, me comenzó a atemorizar la idea de no poder enamorarme sin lastimarnos con mis propios miedos, inseguridades y sobre todo, idealización del romanticismo.

Hasta que conocí a otro sol que se sentía y sabía como a la miel. Y que sin pedírselo, cubrió todas mis cicatrices y me hizo querer ser un mejor hombre. Sin embargo, siempre tuvimos los días contados ese fugaz verano. Ya que ninguno de los dos sabíamos en ese entonces, que todavía no estábamos listos para el compromiso. Aunque eso no es nada, de lo que temer. Pero al igual que la miel en exceso, la dependencia emocional también puede causar síntomas similares a la diabetes. Y así fue como un vaquero cordial, luego de tantas cervezas e interminables días de playa cantando en su carro, reescribió todas mis canciones de amor y se convirtió en el rey de mi colmena. Ahora lo único que llevo deseando por días a las 11:11 no es alguien a quién venerar, sino dejar de tenerle miedo a los sentimientos cuando se hacen realidad.
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