Moneda corriente


Como todas las mañanas, ella se despierta antes que los demás integrantes de su familia. Por la persiana a medio subir entra el sol. Se vislumbra una habitación compartida, una habitación con dos estilos de decoración absolutamente distintos. De un lado, Batman mira desde un póster a Messi, que desde otro póster le da la espalda, porque está en medio de un remate al arco.  Debajo de ellos vemos un bulto despatarrado: su hermano mayor, que poco hace para parecerse a sus dos ídolos de la infancia. 
De este lado de la habitación, todo parece color de rosa. Unicornios en todos sus formatos, juguetes (de esos que intentan formar amas de casa como si fuera una diversión) que ya quedaron en desuso, y un reciente intento de biblioteca con libros un poco sombríos que contrastan con la decoración. 
Luego de hacer el paneo general matutino, Sofía sale de la cama, se pone sus pantuflas de unicornio pensando en lo ridículo y peligroso que puede resultar andar con seres alados y mágicos en los pies, y se acerca al escritorio donde está la notebook que comparte con Franco. 
Mientras la computadora se toma el tiempo de arrancar, Sofía camina a la cocina y mientras procura no hacer demasiado ruido, se prepara una chocolatada fría. No va a desafiar a su padre encendiendo una hornalla, no mientras ande de tan mal humor como en estos días. Este espacio lúgubre, con paredes revestidas de azulejos de una moda de hace dos décadas y ordenado con el mínimo esfuerzo posible, le da una paz extrañamente abrumadora. La soledad matutina de la que disfruta por unos 40 minutos hasta que suena el primer despertador, son su único momento de tranquilidad. 
Ya con su desayuno 65% leche y 35% Chocolino, vuelve a la habitación arrastrando los pies cual oficinista un lunes a la mañana. Luego de cerrar algunos pop-ups de las mujeres desnudas que a veces encuentra mirando a su hermano, haciendo algo que no entiende bien qué es pero le genera un nudo inexplicable en el estómago, escribe en el buscador de internet: “Dólar hoy”. 
Los pocos segundos que tarda en cargar la página le traen a Sofía una angustia inquietante. No son sus ahorros lo que la preocupan, tampoco cree tener futuro de economista y todavía no entiende cómo la cotización del dólar afecta el desarrollo económico del país. Su angustia nace en la rabia que despierta este numerito en su padre.

Del cajón que le corresponde en la mitad rosa del escritorio, saca su cuaderno íntimo y lo abre con la llavecita que esconde dentro del rabo de un conejo de peluche. El cuaderno de una niña de ocho años, donde debería haber dibujos, cartas dedicadas al compañerito de turno que le gusta y relatos rebalsados de bronca sobre las maldades que le hace su hermano mayor, parece una libreta de almacenero. Durante hojas y hojas solo hay fechas y números anotados religiosamente desde hace 4 meses.

Sofía toma un lápiz de su color favorito, que ya no es el rosa, ahora es el negro, y escribe rogando descubrir que el número de hoy sea menor al de ayer. Rogando que el valor de una moneda, no vuelva moneda corriente los golpes en su casa. Rogando que hoy su papá no tenga que descargar la frustración de años de trabajo yéndose a la basura en una piña a su mamá, una patada a su hermano o una cachetada a ella. 



Feliz cumpleaños


Históricamente padeció festejar sus cumpleaños, pero cada vez que se acercaba el 7 de octubre, pedía la fiestita a sus padres.
En todas las entrevistas que da, cuando le preguntan, responde que el don de la actuación lo adquirió gracias a sus fiestas de cumpleaños. Payasos animadores con aliento a vino barato y Parissienne, piñatas estruendosas con juguetes inútiles y caramelos sabor plástico, avalanchas de nenes chivados en peloteros con olor a pata, chizitos grasosos, gaseosas sin gas. Música horrible, gritos, llanto de niños, juguetes reciclados de otros cumpleaños que su mamá va a volver a reciclar. 3 horas. 180 minutos. Incontables segundos de sufrimiento solo para llegar al momento del año tan esperado.
Por supuesto que sus padres no sabían que él odiaba todo esto. Tenía todo un circo armado y los demás eran sus títeres a los que manejaba a su gusto para conseguir lo que quería. Su abuela siempre le decía:
—Nene, con esa sonrisa vas a conseguir lo que vos quieras en esta vida.
Él sonreía, obvio, y se llevaba un abrazo de su abuela acompañado de lo que quería: un puñado de caramelos. 
La única sonrisa real que asomaba entre sus cachetes mullidos cada 7 de octubre, era la que salía después de soplar las velitas. No entendía cómo todos sus amiguitos odiaban el momento de la torta, muchos inmaduros hasta se escapaban de la foto, de la upa de sus padres, del abrazo de sus tíos. Los veía como animales salvajes, mojados, rojos, hinchados, queriendo volver a jugar al fútbol o tirarse en el pelotero. ¡Qué irresponsables! Pensaba. El momento más importante de todo el año y solo piensan en nimiedades. Ya quisiera él tener un par de cumpelaños propios más al año. Hasta había hecho la cuenta, de cuántos años tendría y cuánto menos viviría, si duplicara o triplicara sus cumpleaños anualmente. 
Una vez se enamoró fugazmente de Juanita, la nena tímida pero graciosa de su salón. Venían teniendo un amor a escondidas aventurero y tierno. Él le convidaba de sus tostadas en la merienda, ella le enseñaba a deletrear. Él le daba la mano a la hora de la siesta, ella le sacudía las rodillas cuando se tropezaba jugando a la mancha. La amaba más que a su mamá cuando le leía Harry Potter antes de dormir. Cuando llegó el momento de festejar su cumpleaños número 9, ese 7 de octubre fue especial. Él estaba un poco más emocionado y no tuvo tanto que disimular, porque Juanita iba a estar 3 horas con él. Los nenes ya no parecían tan chivados, los payasos no se veían tan fracasados, la música no sonaba tan mal y las gaseosas sabían un poco mejor. 
En un momento de felicidad plena, de esos que sentís en el pecho un enjambre de abejas intentando atravesarte para salir volando desesperadas por un poco polen, decidió contarle su mayor secreto a Juanita. Era la primera vez en su vida que iba a verbalizar su deseo, así que tenía que ser especial. 
A escondidas fue armando un picnic detrás del inflable de dragón. Se robó un platito con chizitos, otro con palitos, uno con esas bolitas de colores de sabor extraño, papitas y hasta le pidió a su mamá que le separe un poquito de torta. Consiguió vasos de vidrio a escondidas y los llenó con la gaseosa con más gas de toda la mesa. Todo tenía que ser perfecto.
Llevó a Juanita y después de un largo rato de timidez, se animó. Se lo contó. Ella lo abrazó, no entendía bien, pero notaba que él creía que era algo especial. Luego volvió corriendo a jugar hasta que en un momento, la ve diciéndole un secreto en el oído a su mamá. Él no entendía mucho por qué los padres disfrutaban de quedarse en los cumpleaños y vivir todo ese horror por voluntad propia. Cuando Juanita se alejó de su mamá, a él se le paró el mundo. El suelo desapareció, los gritos de los chicos se silenciaron, dejó de sentir los brazos y se le estrujó como nunca antes el estómago. Juanita lo había contado.
Ahí no hubo sonrisa, ni poder de manipulación infantil que lo ayude. La mamá de Juanita ya le había contado todo a su mamá. 
Una vez terminado el cumpleaños volvió a casa con su familia, se bañó y cuando lo acostaron, tuvo la charla. Mamá se acercó, le acarició la cara y le dijo:
—Así que odiás tus cumpleaños. 
—Sí mamá, perdón. 
—No me pidas perdón. ¿A vos te sirve esto que hacés?
—A mi no, pero a la abuela seguro que sí.
—¿Por qué creés eso? 
—Vos me dijiste que tenga fe. 
—Hijo, los deseos de las velitas tienen que ser para vos. La abuela ya se va a curar. 
—La única fe que conozco, es la que siento cuando pido los tres deseos mamá. Y yo hace años que deseo lo mismo. Quiero que la abuela se cure. 
Ese día, Federico aprendió que la fe solo es un motor para seguir. Ese día, Federico durmió muy poco. Ese día, el cáncer le ganó a todos los cumpleaños. Los cuatro años seguidos en que los tres deseos de Federico fueron que su abuela no se muera, se volvieron anecdóticos. Él se acercó al cajón y sonrió, esperando que lo que ella le había dicho sea verdad. Pero ni su sonrisa, con la que creía poder conseguirlo todo, ni su fe, con sus doce deseos consecutivos, pudieron hacer que su abuela se despierte.



Irrupción a la diversión

Sebastián era uno de esos nenes que otros padres envidian tener. Tranquilo, bueno, inocente y con cara de alfajor. Pero lo que no saben esos padres, ni los suyos, es que tiene un plan. 
Sabe muy bien que no puede llevarlo a cabo de una porque necesita materiales que solo no puede conseguir. Así que divide estratégicamente sus cumpleaños, día del niño, navidad y reyes para conseguir (camuflados en los juguetes) todo eso que necesita. Se podría decir que estando solo en su habitación parecía todo un arquitecto, planeaba, armaba y desarmaba, dibujaba esquemas, rutas y demás. 
Luego de unos años considera que ya tiene todo lo que necesita, pero tiene que librarse de sus padres para poder concretar. 
Un día decide ratearse de la escuela, pero estaba todo tan vigilado que lo atrapan antes de salir. Por supuesto que no fue un problema, ya que era un niño tan bueno que nadie pensó que se estaba escapando.
Luego de ese hecho, su primer fracaso, asume que solo y con 9 años no va a poder ejecutar su plan maestro, entonces decide usar la carta que tenía escondida para urgencias: chantajear a su hermano mayor para que lo ayude. Era tan oscuro lo que Sebastián tenía para contar de él, que acepta sin ningún reparo. 
Un martes por la noche le ponen en el té a sus padres varias de esas pastillas que tomaba  su mamá para dormir, y juntos, emprenden la aventura abriéndose camino en las temibles calles de la ciudad. 
A medida que avanzan crece su miedo, y puede notar que el de su hermano también, pero ya había llegado muy lejos y su misión era mucho más grande que el miedo que sentía. Decidió seguir adelante tratando de desviar la mirada de las personas que dormían en la calle, las motos que pasaban a toda velocidad, las copas gigantes de los árboles que hacían ruidos extraños con el viento y los autos que paraban sospechosamente en un puesto de flores a las 2 am. No había tiempo para detenerse a pensar por qué alguien querría comprar flores a esa hora.
Al llegar, su hermano queda estupefacto viendo cómo Sebastián forzaba la entrada de la juguetería con los materiales improvisados de sus juguetes. Detallar el cómo logró forzar una entrada, evitar que salte la alarma y demás, es para otro cuento. 
Una vez adentro su hermano se queda en un rincón, ahora sí que estaba asustado, ahora sí que su historial de búsquedas en internet no eran nada comparado con la cagada que se estaba mandando.  
Sebastián hace lo suyo rápido y sin preámbulos. Toma un aerosol con los que pintaba sus patinetas el cagón que tiene de hermano mayor y escribe en las paredes: 
YO TAMBIÉN QUIERO JUGAR CON MUÑECAS. 
LOS JUGUETES NO TIENEN GÉNERO. 




Maestro mayor de drogas

Solo podía ver el techo. Hacía no sé cuánto tiempo estaba contando los nudos de las maderas sostenidas por la viga… ¿O tirante? Juan seguro lo sabe. Pero no estoy en condiciones de hablar. Qué raro que se llame tirante si sostiene, no las tira. Mejor viga, suena a palabra más fortachona, y sería un bajón que se nos venga el techo encima ahora mismo. Imaginate quedar vivo y tener que explicarlo después: “no entiendo qué pasó, señor bombero. Estaba contando los nudos de las maderas sostenidas por el tirante y las soltó encima nuestro. Si hubiera sido una viga capaz no las tiraba. Hay que dejar de usar tirantes en las casas”. 
Colgué. Puedo escuchar más o menos de qué hablan los demás, pero como si estuvieran demasiado lejos. Aunque sé que si logro mover la mano unos centímetros puedo tocar a Juancho, solo que no puedo. ¿Y si se fueron y yo quedé acá inmóvil de droga? 
Cuando me drogo tengo un par de etapas que se repiten una y otra vez. Al principio es todo genial, todo es hermoso, un mundo ideal. Después todo se siente peligroso. Encuentro causas de muerte por todos lados, analizo cada posibilidad y qué probabilidad hay de que se cumpla. Generalmente rondo entre el 60% y 70% de probabilidad de muerte. Ando con suerte, claro, porque sigo vivo. 
Y después la quietud. Tieso como un fiambre. Es como si mi cuerpo se quedara sin gastar un gramo de energía para que mi cerebro viaje en un crucero hacia la muerte, pero en el que el viaje es peor que el final porque nunca muero. Siempre vuelvo. Como ahora, que volví a la ronda para agarrar la jeringa una vez más y meterme a explorar nuevas y viejas aventuras de muerte. 


Prisionera VIP

Toda la rabia que ebullía dentro de su cuerpo estaba canalizándola en sus dedos viejos y arrugados, apretando los nudillos huesudos con forma desproporcionada en comparación al resto de sus manos. 
Sabía muy bien lo que había hecho. Conocía las consecuencias de dejar salir esa lava ardiente que sentía en el pecho. Por eso apretaba sus nudillos, por eso respiraba fuerte y profundo, sabía que la calma estaba por llegar. 
De a poco se fue recomponiendo y su mente se pudo alejar de esa lava para empezar a sentir su alrededor. El colchón ultrafino en el que estaba sentada, el bloque de cemento sobre el que estaba apoyado el colchón, la luz que entraba calando sombra entre los barrotes de la ventana de 20x20 cm. Y los olores desagradables que volvían a penetrar en su olfato, del que se destacaba uno en particular.
Ese olor que tiene forma, color, textura e intención. Pocas veces lo había sentido pero las suficientes para estar donde estaba. 
Así como cuando ponés la mano sobre el fuego y te quemás; así como cuando ves el relámpago para luego escuchar el trueno; así como todas esas cosas que están ligadas de por vida para ser consecuentes, eran su lava interior y ese olor. “Y a la rabia hay que curarla sino te consume por dentro”, era lo que siempre le decía a sus compañeras. 
Sus días terminaron igual a como los había vivido los últimos 25 años, con la misma rutina gris y claustrofóbica. Pero su vida había sido diferente a la de cualquiera porque había estado teñida con el color de ese olor. Ni condenada pudo dejar de calmar su lava con sangre. Al primer ataque de rabia que sentía mataba a su compañera de celda, cuatro vidas les costó a los guardias entender que tenía que estar encerrada para siempre sola.



Flujo de conciencia

Algo diferente irrumpe mi rutina, mis pensamientos controlados. Rompe con lo esperado. 
Puede ser cualquier cosa: un mail sospechoso, una oportunidad de compra inesperada, un llamado extraño, una noticia increíble, un mensaje de alguien que quedó en el pasado, y la lista puede seguir mucho más. Desde lo más chiquito a lo más grande puede sacarme de mi eje. 
Sucede rápido y sin que tome noción, solo después de que todo sucedió puedo darme cuenta que otra vez tuve un episodio, como me gusta llamarlo. 
Funciona así: 
Primero aparece la causa, lo que lo desata. Le doy el nombre de disparador. Como ya dije puede ser cualquier cosa mientras sea inesperada. 
El disparador aparece frente a mis ojos (o a mis oídos, al tacto, al olor).
Luego aparece la burbuja. Sí, siento como si una burbuja de un aire espeso comenzara a crecer dentro mío. Generalmente empieza en la cabeza, pero dependiendo del origen del disparador puede nacer en otros lugares, como el estómago. 
La burbuja comienza a tomar un protagonismo extremo a medida que crece y su espesor va nublando mis sentidos. Es como si todo el oxígeno del mundo fuera directo a esa burbuja que priva a mis pulmones, por ende a mi cerebro, del oxígeno que necesito para vivir, básicamente. 
Una vez que la burbuja ya tiene todo el protagonismo y el oxígeno, llega la parte más catastrófica del episodio: la falsa claridad. 
Esto es un poco más complejo de explicar, pero lo voy a intentar. 
La burbuja me deja sin capacidad de pensamiento claro. Pero mi cerebro, que nunca quiere perder el control, genera esta herramienta de autodefensa que es la  falsa claridad. Él finge que está todo bien, que puede manejar la situación sin complicaciones. Y bajo esta falsa claridad toma decisiones que no me favorecen ¡para nada! 
Y así es como arruino muchas de las situaciones de las que podría sacar algún tipo de provecho. Por eso suelo ser un fantasma del fracaso en este mundo repleto de oportunidades hermosas. 
Por último, está demás aclarar que una vez que el cerebro hizo lo suyo con la falsa claridad, la burbuja comienza a desinflarse, el oxígeno vuelve a mis pulmones para ser llevado al cerebro y cuando tengo total control de la situación… Ya la cagué. 



Pequeños milagros cotidianos

Nos ataca la sorpresa de saber una infinita felicidad en un microsegundo de normalidad. Un microsegundo que es ínfimo en el eje del tiempo pero gigante en la tangente de las sensaciones. Porque todo puede terminar, pero la memoria (a veces) nos permite recrear una y otra vez la sombra de ese escalofrío que nos dejó algo tan simple y complejo como un pequeño milagro cotidiano. 
Ahora vendría una lista de cosas de la vida sin mucho glamour, pero sería inútil porque cada uno sabe cuáles son las que nos envuelven de mística, y no son las mismas que para el otro. Aunque puede que haya algunas comunes a la mayoría, pero serían un cliché. Y los clichés no hacen más que manosear y sacarle el brillo a la emoción. 
Lo que sí me puedo atrever a hacer, porque es mi ensayo, es aclararles que el punto final fue el anterior. Pero que si gustan perder la magia por la mera curiosidad de saber cuáles son mis pequeños milagros, les dejo algunos de los menos privados:
Mirar al cielo y que sea nuestro. 
Reencontrarse en una vieja canción. 
El viento suave de la primavera. 
Un cigarrillo cargado de frío y silencio a las 3 de la mañana. 
La risa del otro.





Cuentos cortos
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